Apoyada sobre la barandilla del balcón, una noche de estío contemplaba el cielo iluminado por una luna llena resplandeciente, rodeada de puntitos de luz, las estrellas, que parecía que le guiñaran constantemente un ojo.
Eran cerca de las tres de la madrugada pero el insomnio llevaba meses apoderándose de ella, noche sí y a la siguiente también. Su mente, nublada por los pensamientos que la agobiaban, vagaba meditabunda evocando los momentos de dulce entrega maternal que había vivido. El anhelo de ser madre la había acompañado desde su más tierna infancia, ya que era hija única y no comprendía por qué sus amigas tenían hermanos y ella no.
Ahora ya no miraba la luna. Su mirada erraba perdida entre las sombras de la noche, sumida en el pozo del recuerdo. La boca se contraía en una mueca blanquecina parecida a la que los payasos realizan en el circo para mostrar su pesar. Pero en el caso de ella, esa pena era infinita y morbosa.
De pronto, escuchó una música suave y dulce que parecía llamarla. Entre sueños vislumbró una carita de ángel que le sonreía desde las alturas. Unas alas blancas como el algodón le permitían volar de un lugar a otro. Ella alargó la mano deseando abrazar el cuerpecito que se le acercaba y que, por nada del mundo, permitiría que escapase. Era su amor, su dulce niño. Su corazón lloraba a cada instante por él. La cuna lo llamaba a gritos por su nombre: “¡¡¡Jesús!!!”. Pero él ya no respondía con su vocecita infantil.
El pequeño ángel cuya cara era la de su hijo se acercó juguetón y se dejó atrapar entre sus brazos. Reía feliz mientras ella lloraba su suerte.
-Hijo mío, ¿por qué te fuiste, amor? Ya no puedo tenerte y sólo deseo morir –un sollozo rompió el canto silente de la noche.
-Mamá, soy un ángel y estoy con Jesús. No temas por mí, soy feliz –respondió la vocecita cantarina con un deje de ternura.
-Hijo, sin ti no podré vivir, no podré superar tu ausencia –dijo mientras abrazaba posesivamente el cuerpecito añorado.
-Mamá, vuelve con papá, que reza por ti y por mí en la cama y me volverás a ver.
El pequeño se desvaneció entre los brazos de su madre que cayó de rodillas acurrucada sobre su regazo. El llanto y la desesperación la condujeron a levantarse de un salto e intentar saltar por el balcón, pero unos fuertes brazos la abrazaron llorando y detuvieron su arrebato. En silencio la llevaron hasta el lecho y sollozando silentes le hicieron el amor. Los besos y las caricias acabaron con el nacimiento de la aurora, momento en el que el rocío pobló las entrañas yermas.
Durmió hasta mitad de la mañana y, al abrir los ojos, recordó con nostalgia el sueño vivido en el balcón. Nueve meses después sus brazos sostenían a Manuel, su segundo Jesús.