LA NECRÓPOLIS DEL PÁRAMO
En un histórico lugar denominado Las Carbas, situado entre la antigua Santa María del Páramo y Bercianos del Páramo, se encontró, tiempo atrás, una necrópolis perfectamente conservada, compuesta por treinta y dos tumbas de lajas y cantos rodados cubiertas con losas.
Los habitantes del páramo, acostumbrados a soportar gélidos inviernos en los que permanecían a orillas de la lumbre e incomunicados por la nieve, aislados de cualquier atisbo de civilización, desconfiaron desde el principio de un yacimiento arqueológico que no había estado bendecido por la Santa Madre Iglesia, y que era un recuerdo del arcano demonio que rondaba las estériles tierras en los remotos días de hambruna.
Desde el descubrimiento, en víspera de Todos los Santos las fuerzas malignas se desataban en lo que antaño fuera una región pacífica. En la noche del trenta y uno de octubre el páramo, vacío de toda presencia humana, ululaba al frenético ritmo del viento, y la cadena de la oscuridad solo se veía rota por los hermosos brazaletes de plata que la luna, en su magnanimidad, regalaba a las tinieblas.
En una de aquellas negras noches, Alfonso, el señorito del lugar, un mujeriego empedernido orgulloso de sus blasones, decidió desafiar al páramo. Cargado con su mejor escopeta y vestido con una pelliza de piel de cordero con capucha, se adentró en la llanura esperando que los rayos de sol impusieran su autoridad sobre el manto nocturno para atacar así a las pobres bestias inermes.
Alfonso no temía los sonidos del páramo, había crecido con ellos y sin respetarlos. Pensaba que eran obra del cerril viento que soplaba con toda su furia. No creía en la superstición popular, según él "propia de analfabetos", que hablaba del vagabundeo de las almas de los muertos vivientes de la primitiva necrópolis en la noche de Todos los Santos.
Guiado por los tenues rayos lunares llegó a la laguna Dalga. Allí contempló a una hermosa dama rubia que, como Narciso, miraba su imagen en la negrura de las aguas. Solo las joyas aladas que proporcionaba la luna, reflejadas en las aguas, conseguian que la joven observase su pálido rostro de pupilas color de mar en calma. Vestía la bella una túnica semiabierta que permitía observar la blancura nacarada de sus hombros de diosa. Semejaba una vestal escapada de un santuario pagano.
Atónito ante tanta belleza, Alfonso le preguntó quién era. Entonces, ella posó su mirada esmeralda sobre los hambrientos ojos de él, que se sintió prisionero y enamorado por primera vez en su vida. Ella no le contestó, pero lo asió fuertemente de la mano y lo arrastró hacia la laguna.
Alfonso se sentía preso de un poder superior que le impedía rebelarse. Él, que había seducido y engañado a tanta mujer honesta, se había convertido en un pobre pelele incapaz de imponer sus anhelos por miedo a que la maravillosa visión se desvaneciera entre sus dedos como la esperanza marchita.
Por ello siguió a la mujer que le había robado el alma hasta que ambos se evaporaron en la negrura.
El pueblo de Santa María se sintió consternado ante la desaparición del señorito cuyas tierras alimentaban a medio páramo. Lo buscaron ansiosos, pero con el tiempo pensaron que había sido víctima de su propia osadía en la noche de Todos los Santos, noche de almas penitentes.
Años después, dragaron la laguna para limpiarla del cieno que amenazaba a las especies de peces autóctonas. Hallaron un esqueleto completo cuyos dedos, agarrotados como zarpas, habían arañado con desesperación el rostro antes que el cuerpo perdiese su último aliento: el alma.
Maria Oreto Martínez Sanchis