diumenge, 9 de gener del 2011

CARTA DE UNA MADRE A UN HIJO DADO EN ADOPCIÓN

Amado hijo, cuando te sentí latir en mis entrañas la noche cerrada, sin un atisbo de luna, asaltó mi mente indecisa. Nunca pensé experimentar el milagro de la maternidad, y venías en mal momento, cariño. Mi espíritu, perdido entre los montes del deseo y del rechazo, no supo discernir entre sus anhelos y sus prioridades.

Pensé que, por el bien de ambos, debía fundirte en sangre y olvidar que un día tu corazón latía con fiereza dentro de mí. Olvidar que eras el fruto prohibido que había nacido en un campo fértil sembrado; pero a pesar de la simiente, hijo mío, no eras fruto deseado.

Pensé en destruirte, pero la amargura en forma de lágrimas que experimentaba mi corazón silente me lo impidió. El llanto barrió todo sentimiento de miedo que pudiese albergar mi ánima adaptada a los prejuicios sociales y decidí que sería madre, aunque nunca satisficiera tus necesidades materiales, aunque fuesen otros los que cuidasen de ti y te prodigasen su amor. A pesar de ello, hijo mío, yo sería tu madre.

Nueve meses de esperanzas que se truncarían en el momento en que te pariera. Gocé notándote crecer en mis entrañas. Disfruté de tus movimientos, de tus patadas. Esos recuerdos serían la única herencia que tendría de ti, pero ya te habría disfrutado. Otros ejercerían de padres, te educarían y su calidez borraría los momentos vividos conmigo, con tu madre. Pero yo siempre sabría que un día fui madre.

El día en el que mis brazos te mantuvieron cerca del corazón durante unos minutos, después de un parto de veinte horas, supe que no podía renunciar a ti, pero la necesidad inexorable atenazaba mis movimientos. Y tuve que pronunciar la palabra “sí” negándome a mí misma la dicha de ser tu madre.

Te perdí, hijo mío. Vagué como alma penitente presa de la melancolía más aciaga, incapaz de borrar tu cara, tu boca, que se redondeaba pidiendo alimento, y tu olor, ese aroma a recién nacido que despiden todos los bebés y que tanto me recordaba a ti.

Supongo, amor mío, que te preguntarás por qué no conseguí el coraje para conservarte. Te preguntarás cómo te dejé partir sin enfrentarme al mundo, sin luchar por ti con el valor que una madre ha de tener. Vida mía, la juventud, la soledad y la falta de recursos son malas consejeras. Nadie podía acudir en mi auxilio porque era una huérfana joven en un mundo hostil y plagado de prejuicios. Sólo podía entregar mi corazón a una familia que lo cuidara. Y cedí tu amor, tus caricias, tus primeras palabras, tu amor…, a tu familia.

Ahora que mi vida ha llegado a su fin y que tengo que presentarme sin equipaje ante el Creador, te escribo estas líneas para que sepas que, aunque lejos, siempre estuviste en mi mente. Por ello te lego todo lo que atesoré a lo largo de mi vida, todo, excepto mis fracasos.



LA MUJER QUE TE DIO EL SER Y TE ENTREGA SUS BIENES MATERIALES