divendres, 1 de gener del 2016

ARTURO Y EL DUENDE FATH

ARTURO Y EL DUENDE FATH
Arturo era un pequeño revoltoso y terco que no creía en la Navidad. Le gustaba, a la temprana edad de seis años, apedrear a los gatos, correr a los perros y tirar fuertemente del cabello de sus compañeras de clase. Sus padres, aunque no eran devotos creyentes, sí que tenían unos sólidos valores que intentaban inculcar en su hijo, pero el chiquillo les había salido rebelde y ya no sabían qué hacer.

Aquel año decidieron acercarse a la iglesia del pueblo para ver si ese Dios que habían descuidado era capaz de conseguir lo que ellos no lograban: Que la bondad fuese el abrigo de su querido hijo. Era víspera de Navidad y rezaron a Jesús como no lo habían hecho desde la niñez. Necesitaban que su calidez tocara la fibra más sensible de Arturito, si es que tenía alguna.

Mientras, Arturo perseguía a un pobre buldog francés que se le había acercado a lamerle la punta del zapato. Era un perro blanco y negro con el hocico chato que destilaba ternura, pero que solo había conseguido despertar los crueles instintos del chaval. El pobre animal corrió con sus cortas patas hasta refugiarse debajo de un contenedor de basura. El niño se arrodilló dispuesto a lanzarle una piedra que había recogido del suelo. Su boca mellada sonreía con maldad.

Pero, en vez de contemplar al perro agazapado en una esquina del contenedor, tal como esperaba, escuchó una campanilla y divisó a un hombrecillo flacucho, vestido de rojo, que llevaba en la cabeza un gorro encarnado de cuya punta colgaba una campanilla. Los ojos de Arturo se abrieron atónitos, pero intentó atraparlo con una de sus gruesas manitas. De pronto había olvidado al perro, pues un hombre enano le resultaba mucho más interesante. Mas el duende, ya que de esta rara especie de ser se trataba, lo cogió de un codo y se lo llevó volando hacia las estrellas.

Arturo se asustó a causa del brusco despegue y de la terrible fuerza que demostraba tener el hombrecito. Estuvo incluso a punto de llorar, pero recordó que tenía que mantener su estatus de chulo delante de todo el mundo y decidió apretar la boca y no dejarse intimidar. Pronto se encontraron siguiendo una estrella de larga cola que al niño le recordó alguna de las historias que su abuela se empeñaba en contarle, pero a la que él no había hecho nunca ni puñetero caso. En aquel momento lamentó no haber estado más atento porque su corazón le hablaba por primera vez en la vida y le decía que, si hubiese escuchado, sabría dónde se dirigía.

El frío hacía que los dientes del niño parecieran un tambor cuando el mudo duende aterrizó bruscamente en medio de un desierto gris, aunque lleno de vida. Pastores, doncellas, niños y mayores se acercaban cantando aleluyas al Rey de los cielos. Un rey, pensó Arturo ilusionado. Mas su desconcierto fue mayúsculo al ver que todos entraban en la cabaña más humilde y fría que nunca había visto. El duende le habló por vez primera y, extrañamente, conocía su nombre:

-Arturo, te traigo a conocer al Hijo de Dios, a Jesús, ese en el que no crees, por ello desprecias la Navidad. Yo soy Fath, hijo de Nicolás, el ángel de los niños. Mi padre me ha enviado para que conozcas al Señor y sepas que todos los seres vivos somos sus hijos, por ello merecemos el mayor de los respetos.

-Pero los perros y los gatos sirven para jugar-contestó Arturo.

-Los perros y los gatos tienen sentimientos y sufren si los maltratamos. Las flores lloran si las deshojamos, y se mueren de frío sin sus hermosos vestidos. Hemos de amarnos y respetarnos todos. Ahora vamos a ver al hijo de Dios.

Fath entregó a Arturo un caballito de madera y le dijo que se lo regalara a Jesús. Al entrar en la cabaña, todo el frío que el niño albergaba en su alma desapareció y se vio inundado de una gran calidez, tanta que el glaciar de su corazón comenzó a fundirse y sus ojos a derramar lágrimas de arrepentimiento por todo el daño causado. Entregó a María el caballito y besó los pies del Salvador, que lo había redimido del dolor de la maldad. Y es que la ruindad duele cuando se es consciente que se ha cometido.

Siete horas después despertó entre las tibias sábanas de su cálida habitación. En sus manos, una campanilla metálica le recordaba que no había experimentado un simple sueño sino que un duende lo había llevado a la sagrada presencia del Señor.

Nunca volvió a ser mezquino, aunque siguió siendo revoltoso. Sus padres, maravillados ante la bondad que había nacido en su hijo, volvieron a creer en Dios y olvidaron pasadas utopías, propias de mentes inteligentes pero no creyentes.

Y Fath ya no volvió nunca más a llevarse a Arturo, aunque todos las Navidades entraba en su casa junto con Nicolás, su padre, a dejarle los juguetes que merecía como niño bueno que era. Nunca más recibió carbón.

Maria Oreto Martínez Sanchis