dissabte, 18 de desembre del 2010

DECIDIDA


Mi corazón latía prisionero al ritmo acompasado de tus ágiles pasos. Los míos perseguían tu sombra alargada, raudos y sigilosos. Nunca mi mente se había adentrado en el mundo de la desconfianza, aunque sí que conocía el dolor por la falta de correspondencia amorosa.



Aquella noche me había sentido, por primera vez en muchos años, segura de mí y dispuesta a averiguar el porqué de tus silencios, la verdad de tus mentiras, el motivo del muro de hielo que habías alzado sobre nuestras vidas. Y te seguí por las calles desiertas cuyos únicos dueños eran el frío y tú. Y llegaste a un oscuro portal en el que te cobijaste. A tu lado escuché tu respiración agitada, sin aliento por el frío y por las ansias. Escuché el timbre que tu mano segura había pulsado con presteza. Escuché la risa alegre de una criatura que corría rápida cual gacela a abrir la puerta. Escuché el “papá” que siempre anhelé oír en nuestra casa.



Me retiré cabizbaja. Lentamente, sin fuerzas para continuar el camino del adiós que había comenzado aquella noche en la que había aceptado saber la verdad, volví sobre mis pasos. El final de mi lenta agonía se aproximaba. Mientras, la palabra papá martilleaba mis sienes al compás del latido desbocado de mi corazón, a punto de huir por la boca. Corazón sangrante, las lágrimas resbalaban por mis mejillas, raudas, silentes, amargas.



Llegué al hogar y allí me senté ante la lumbre. Recordé, perdida entre laberintos, cómo nos habíamos conocido, el amor loco en el que las flechas del osado Cupido nos habían sumido. Recordé que había trabajado para que llegaras a convertirte en el médico de prestigio que eres hoy. Recordé que te pedía hijos y cómo acallabas mis súplicas con besos y risas, y con un “ahora es imposible”. Ya no lloraba, sólo pensaba en ti y en nuestras circunstancias.



Llegaste silente y te adentraste en tu santuario, la mansión lujosa pero vacía en la que vivíamos. Te acercaste para pedirme que disculpara, una vez más, tu tardanza. Me levanté y, mirándote a los ojos, te dije al fin:



-Ojalá Dios no permita nunca que de mis labios salga una palabra que exonere tu comportamiento. ¡Vete de esta casa que no es tuya, porque lo que eres a mí me lo debes! Si alguna vez perdonara tus faltas, ruego a Dios que permita mi muerte y que no quede de mí ni la memoria de una tumba en la que mis restos descansen. A Dios ruego, si llegara a perdonarte, que mi alma sea condenada y que nunca resucite. ¡ Vete y que la noche te acompañe!



Mis palabras, duras como el mármol, lo dejaron estático y mudo ante mí. Me miró a los ojos y mis pupilas airadas y decididas fueron el espejo en el que se reflejaron las suyas sorprendidas. Dio media vuelta y se desvaneció en la niebla que inundaba la fría noche.