LA SANTA COMPAÑA
Mi madre, como buena gallega de origen celta, creía en las brujas, "las meigas", como solía llamarlas, en los duendes y en la Santa Compaña, formada por un grupo de almas penitentes que salía al encuentro de los moribundos para llevárselos consigo. En Galicia, espantaban a estos malvados espíritus colocando una vela encendida en el alféizar de la ventana, pues el fuego purifica y atrae a las almas bondadosas, incapaces de arrancar al mundo un espíritu feliz.
El de mi hermano lo había sido hasta el malhadado día en que había caído en el profundo pozo de un coma irreversible, un pozo del que no conseguía hallar la salida. Un maldito accidente lo había confinado en estado vegetativo y solo se alimentaba por vía intravenosa.
Desahuciado del hospital, porque de la sanidad también se desahucia, vivía en una residencia, dormido como Segismundo. Mis padres se turnaban para velar su vida en sueño, un sueño que amenazaba como un buitre la terrible muerte. Yo únicamente los acompañaba, porque solo tenía seis años.
En su habitación, mi madre se había empeñado en encender una vela que ahuyentase a los malos espíritus, ya que en su corazón latía la seguridad de que Miguel pronto nos daría la sorpresa de un glorioso despertar.
Mientras mamá echaba una cabezadita, percibí que el cirio se había apagado y me levanté intranquila y dudosa a encenderlo. Recordaba las historias que tantas veces me había contado mi progenitora y el miedo se apoderó de mi adorable niñez. Entonces contemplé, a través del cristal empañado, un siniestro grupo de extraños ataviados con harapos. Semejaban monjes medievales. Pero, al fijarme bien, reconocí a algunos seres cuyas películas había devorado con fruición a pesar de mi corta edad. Allí estaban el Conde Drácula, Frankenstein e incluso me pareció descubrir a la hermosa, pero malvada, madrastra de Blancanieves.
Entonces escuché un singular y terrorífico canto:
Somos la Santa Compaña
y venimos esta noche
por el alma de un muchacho
que vendrá sin un reproche.
Es un alma inmaculada
cuyo sabor gozaremos
en el infierno maldito....
¡Su sangre nos beberemos...!
Al escuchar tan tremenda canción, deduje que la Santa Compaña buscaba el alma de mi hermano. El vello de los brazos se me erizó bajo el jersey, el cuerpo se me cubrió de piel de gallina y el corazón empezó un loco galope hacia el infinito. Entonces pensé en las chucherías que me habían regalado en mi cumpleaños, que siempre llevaba conmigo por si tenía un descenso del nivel de azúcar, ya que soy diabética. Y decidí que, tal vez, la dulzura calmase la amargura de aquellos desgraciados. Abrí la ventana y mi voz clamó mientras lanzaba las golosinas:
¡Seguid vuestro camino, penitentes,
que en esta casa mora un ángel vivo!
¡Comed las golosinas, y los dientes
que se llenen de caries como un chivo!
Y así, entre risas y llanto, me puse a cantarles la canción. Los miembros de la Santa Compaña levantaron las manos, con impávidos rostros, para recoger el montón de dulces, que se llevaron, golosos, a sus desdentadas encías. Entonces comprendí por qué la Santa Compaña y las brujas gustan tanto de los dulces: Como no tienen dientes, no pueden sufrir caries; o tal vez sea porque tienen constantes bajadas de azúcar... O, tal vez, se quedaron sin dientes por lamerones...
De pronto noté que la vela se apagaba de nuevo. Cerré la ventana para volver a prenderla, pero no hizo falta... Los brazos de mi hermano se levantaban lentamente y, al mirar por la ventana, vi que la calle estaba desierta.
Maria Oreto Martínez Sanchis